domingo, 9 de septiembre de 2012

Crónica de instantes (XIV): Inventario de esplendores

     Foto: @manuelpielroja / vía  Instagram

A mi hemana Isabel

Posible este post  no  lo hubiera escrito a los veinte, ni siquiera a los treinta o los cuarenta. Este post, como tantos otros, es hijo, fruto de su tiempo, del tiempo que con mayor o menor fortuna nos toca vivir, como el lúcido Van Gogh cuando confesaba ya abatido a su querido hermano Thèo, que había tenido la mala suerte de heredar la mayor parte de la locura de su tiempo. En cierta forma, es un post que delata, que me  delata cuando una y otra vez aparece entre líneas  ese soniquete  existencial del refugio en los pequeños placeres y especialmente,  del dolor  y el vacío de las cada vez mayores ausencias que inexorable se engulle el tiempo y sus enfermedades.

Alegría de vivir, ese bonito concepto tan roto de tanto usarlo. Pero sin embargo debemos insistir en la vía, en el "palo"  de la belleza -y tal vez del arte- para recuperar algo del esplendor que, a ráfagas,  nos hace humanos.

La emoción de "comulgar" con la naturaleza a través de la belleza, de admirar la perfección de las formas, de sentirse espectador de esos momentos únicos en donde uno parece conciliarse con el mundo y el género humano.

Es triste que en estos tiempos convulsos, el arte sea una vez más perjudicado y silenciado. Y es triste porque  la historia del arte es el mejor testigo del milagro permanente de la  libertad y creatividad humanas. El gran André Malraux escribía en su Museo Imaginario que la aventura humana  en este mundo solo perduraría al precio de su implacable curiosidad. Somos, al decir de Jean Hamburguer en su más que recomendable ensayito "La miel y la cicuta",  los bisnietos de nuestra curiosidad.

Sonidos, palabras, formas, colores tienen esa extraña capacidad de alegrarnos la vida a través de ese  sentimiento singular, propiamente humano, que es el sentimiento de admiración. Si somos capaces de despertar este sentimiento en la infancia y en la educación, estaremos en el camino de la vida, de la alegría de vivir.

Dotados como estamos del asombroso don de la memoria, nuestra evolución nos ha regalado otro don no menos maravilloso que es  la capacidad de olvido,  con la que hacemos frente a  la, con frecuencia, angustiosa aventura de vivir en un mundo plagado también de desgracias y desdichas, propias y ajenas.  Un escudo contra la inquietud...

Y en esto está  -tenemos- eso tan difícil de explicar como de poseer: la felicidad.  La risa, la felicidad de los niños que ríen a carcajadas sin aparente razón correteando por la playa, por el simple placer de sentir la fresca sensación de sus pies y cuerpos desnudos hundirse en la orilla, la crónica de un instante de felicidad.

     Foto: La laguna en Ilha de Armona , 2010/  Manuel Pérez Báñez